Lecciones necesarias

Mi amante de aquella noche salió del salón con el preservativo colgándole como un calcetín de su nada memorable miembro, bamboleándose ridículo. Noté la mirada acusadora de mi difunta abuela desde el cuadro de la pared, observando mi desnudez sobre su alfombra, juzgándome. Yaya, podías cerrar los ojos de vez en cuando, ¿no? Está plasmada con el gesto de desprecio con el que miraba a todo aquello que se cruzase en su camino. A todo, salvo a su marido, y a mí junto a la mecedora al liarle sus Pueblo cuando sus manos ya temblaban demasiado.

—¿No te levantas? —me dijo él al volver y encontrarme donde me dejó, tumbada en la alfombra. Me vinieron a la cabeza tres o cincuenta frases sarcásticas alrededor de “levantarse” y su actuación anterior, pero preferí envenenarme en lugar de bromear con su masculinidad.

—No, estoy bien aquí —abrevié mientras se sentaba desnudo en el sofá y cogía su móvil. Imaginé a mi abuela saltando del cuadro para abalanzarse sobre él, rompiendo uno de sus vasos de la alacena sobre su cabeza y rajándole el cuello con el filo de una esquirla. Siempre estuvo orgullosa de haber mantenido intacta la cristalería de su ajuar, pero terminar con semejante espécimen habría justificado los medios. Era mono y lo suficientemente no-imbécil como para una noche, pero nunca habría conseguido su aprobación.

Cuando se despidió y cerró la puerta yo seguía tumbada, sin más preocupación que mantener la ceniza bajo control entre calada y calada. Hablé, manteniendo su mirada.

—Abuela, ¿qué te ha sentado peor? ¿Que lo trajese, que ya se haya ido, o que se haya sentado en tu sofá en pelotas?

Expulsé el humo tapando su retrato y ella pareció cerrar los ojos con resignación. Cuando le soltaba este tipo de frases marca de la casa, sin filtro, solía girarse hacia la ventana y hablarme de su juventud, de la moral, de su marido. No de las hostias que le metía, claro. Sólo de nuestra moral, de la de las mujeres de la casa, las que soportaban el hogar. Y me gruñía que cuántos amigos tenía, que ni me daba tiempo a aprenderme sus nombres, que jamás sería feliz así, y yo le gritaba que me dejase de espiar, que ya era mayorcita, que normal que ella sólo hubiese estado con el desgraciado del abuelo, y que entendía las palizas que le daba. Me duele que esa fuese una de nuestras últimas conversaciones, pero lo peor fue darle la razón en una cosa.

Allí, desnuda en su alfombra, ante su mirada al óleo, tuve que admitir que sólo me encontraba satisfecha en parte, y que por más niños monos que subiese a casa aquello no mejoraría.

Repasé mis últimos amantes –sí, abuela, recuerdo sus nombres–, e intenté elegir, pero al hacerlo me invadía una sensación de retroceso, de derrota. Era desandar un camino que me había llevado a claudicar ante mi abuela fumando un pitillo en la alfombra, desnuda y sudada. Necesitaba que el próximo primer paso fuese diferente.

Terminé el cigarro, me duché, me puse el pijama y dormí con la confianza de quien al día siguiente haría Lo Correcto.

Con un peinado nuevo fui a mi bar de siempre. Conozco los discos que ponen, los que cuelgan de las paredes y a qué camarero pedirle la caña si la quiero como me gusta, una puta Mahou, sin virguerías de importación. La fauna es variada pero moderada, sin estridencias. Ningún potencial psicópata –quizá algún otro sociópata leve–. Ninguno sería el nieto que mi abuela elegiría, pero varios podrían valerme a mí.

No tuve que esperar para seleccionar a mi ejemplar. Iba al baño distraído, mirando el móvil en lugar de la advertencia de cuidado con el banzo que le habría evitado la denigrante caída.

—Menuda hostia te has dado.

Lo recogí del suelo ligeramente avergonzado, lo cual era una buena señal. Un tipo irascible se habría cagado en la puta madre del banzo. Un cretino habría denunciado al bar. Un orgulloso no habría aceptado mi ayuda. Un idiota se habría preocupado más del móvil que de la morena que le sonreía aceptando premeditadamente su próxima invitación.

Empapamos la conversación con cerveza y después los ruidos silentes con nuestro sudor. Los bamboleantes calcetines de látex no le quedaron tan ridículos, se puso los calzoncillos antes de sentarse, y en lugar de despedirse se quedó hasta hacer un desayuno. Requemó las tostadas, pero no se lo dije.

Carlos podría valer.

Mucha gente se enamora de algo –hermosas tetas, pene glorioso, cerebro brillante, ojos honestos– y después pretenden moldear el resto, pero esa idea viene patrocinada por abogados especialistas en divorcios. Me los imagino encorbatados, en sus despachos con vistas al puente de Brooklyn, invirtiendo en los guiones de las series adolescentes y comedias románticas como Lucky Strike invirtió en Gary Cooper. “Que se crean que la gente cambia, que ya estamos nosotros para ayudar después”, brindan tras cerrar un nuevo guión para la Fox. Esa idea está condenada al fracaso. La estrategia ganadora es la manipulación diplomática. Saber bailar en un quid pro quo sutil, implícito. Elegir batallas. Quizá no te cuesta nada hacerle creer que Dylan es lo puto mejor. Invierte ahí para cuando quieras alguien que te abrace con Love of Lesbian. No lo obligues a aficionarse al cine expresionista alemán, tan sólo haz que se sienta un erudito irresistible cuando comente en su grupo de colegas que tras el polvo de anoche visteis El gabinete del Doctor Caligari. Pero que no se dé cuenta de que él es el sonámbulo y tú la doctora.

Los meses fueron pasando y yo mantenía el tablero en tablas, cómodas, tibias, en las que continuar ad infinitum. Mi abuela seguía tranquila en su cuadro, y nosotros también, a veces incluso en la alfombra. Jugaba una infinita partida en la que seguir moviendo, viviendo, follando hasta reemplazar los muebles de corte abuelesco con el catálogo de Ikea, los cuadros al óleo de gente vieja que te mira con desprecio por fotos sosteniendo la Torre de Pisa o la tele de tubo que aún funciona por una plana más grande que la pared. Y sin más reproches que los imprescindibles: bajar la tapa no es tan importante si plancha, sus platos me hacen olvidar su escasa ambición, su lengua, su eventual eyaculación precoz.

Él no me ama, y aunque lo crea, yo a él tampoco. Pero tampoco la Luna al Sol, ni la reina al rey, ni mi abuelo a mi abuela. No existieron Romeo y Julieta, nadie dejó de tomar un vuelo por su amor, nadie paró de pegar a su mujer por haber suspirado por ella en húmedas noches de espera. El amor por el pragmatismo tiene menos ficción porque no la necesita.

Lo aprieto contra mí con las piernas alrededor de su cintura y lo abrazo para que no acelere, para mantener sus profundas embestidas bajo control. Él me susurra perversiones y se las consiento pero no entro en su juego, quiero que aguante hasta terminar juntos. Cerca del fin me dejo llevar y gimo para él y para los vecinos y mis uñas se clavan para que mañana pueda mostrar cicatrices de guerra en el trabajo. Él sonríe orgulloso justo antes de que, todavía no lo sabemos, movamos juntos la última pieza de esta partida y nos ahoguemos sin otros movimientos posibles que huir hacia delante.

Cuando lo descubro días después, sonrío. Aprenderá a querer a su hijo.