Luces de Navidad

El viento hacía bailar las tiras de espumillón sobre la nieve que cubría las lápidas. En el cementerio solo se escuchaba el tintineo de las bolas de colores agitándose frente a las inscripciones. Como había hecho cada primer domingo de Adviento de los últimos años, bajé del desván la caja con la decoración navideña de mi abuela. El moho asomaba en las esquinas dándole un aire de cofre rescatado de las profundidades, pero no era más que la caja del microondas, el último regalo que le hizo mi padre. Mi abuela usó más la caja que el electrodoméstico, sus garbanzos merecían reposar en su cazuela, no marearse sobre un plato de plasticucho.

Recuerdo la primera vez que lo hizo. El aire que bajaba de la sierra me despertó de madrugada atravesando mis mantas, envalentonado tras colarse por la puerta abierta. Salí pertrechado con la linterna y seguí la pista que dejaban sus zuecos, evidente incluso para un urbanita como yo. Llegué al cementerio, lo más parecido a un lugar habitado en el pueblo, temblando de frío. Como una manzana con gusanos, una agujereada bolsa dejaba escapar guirnaldas de espumillón y adornos navideños, y se cubría de nieve junto a la lápida de su marido. Tenía una grieta que la cruzaba desde una esquina. Ella decía que la había causado el testarudo del abuelo con la cabeza intentando salir. Que tenía una cicatriz de la guerra en la frente por una bala que pudo con el casco pero no con él. Había llenado la grieta con espumillón rojo y plateado, y la lápida parecía desangrarse formando un reguero hasta otras tres unos metros más allá. Vadeé el brillante riachuelo de oropel hasta ver que en dos de ellas, de mi padre y mi tío, había dejado unas velas.

—Nieva, no durarán mucho encendidas, abuela.

—Yo tampoco duraré mucho, pero hay que brillar mientras se pueda.

Decía eso poniendo más adornos alrededor de una cuarta lápida, la de mi madre. Coloqué en ella dos velas sobrantes que prendí con las de mi padre.

—Enciende eso —dijo señalando un enchufe junto a un precario cuadro eléctrico. Decenas de puntitos luminosos parpadearon en el suelo. A través de la niebla las bombillas parecieron un enjambre de luciérnagas repostando en la tierra, alimentando su luz con las almas de los muertos. En el medio, las velas iluminaron las arrugas en el rostro de mi abuela, surcos yermos roturados por las lágrimas de enterrar a sus hijos.

Cuando me acerqué a ella el sol ya chispeaba en el espumillón alrededor de las tumbas. Los destellos rojos y plateados me recordaron los cristales empapados en sangre alrededor del coche cuando los encontré en la cuneta del último recodo antes del pueblo. Ellos habían salido antes para ayudar a la abuela con el banquete de Nochebuena, sin mí porque mi jefe guardaba su espíritu navideño junto a su corazón, enterrado bajo la arena en algún desierto. Había tenido que quedarme hasta el final de la jornada, no fuese a ser que alguien llamase para dar de baja su línea de ADSL el veinticuatro de diciembre a las siete y, pobre, tuviese que esperar dos días. Los faros de mi coche de tercera mano iluminaron la amalgama de hierros y carne en que se habían convertido las tres cuartas partes de mi familia en el kilómetro 30 de la LR-410. Las roderas de los neumáticos desvelaban una placa de hielo antes escondida bajo la nieve, y no tomaban la curva sino que enfilaban hacia un árbol. Corrí. Todavía no sé si mi madre dijo algo, quizá solo fuese el aire siseando entre sus dientes al escapar de sus pulmones inertes en mi último abrazo. Nadie había pasado por allí en horas para salvarlos. Nadie había pasado por allí en días para quitar el hielo y la nieve. Nadie había pedido un quitamiedos. El móvil no cogió cobertura hasta que, manchando de sangre el volante, salí del valle en busca de ayuda. Para cuando volví, seguido por una ambulancia, mi abuela ya estaba esperando lo peor en porche, con la intuición que te da la soledad.

En el funeral estuvimos cuatro gatos. El pueblo está en un lugar tan desabrigado que los amigos, porque parientes ya no quedaban, se disculparon por el terror a la carretera hasta allá en invierno. Razón no les faltaba. Su timorata conciencia les hizo llenar dos Seat Trans con coronas. Cuando la escasa comitiva se retiró, floristas en cabeza, me quedé abrazando a mi abuela hasta que de nuevo en el valle solo se escucharon el viento y los pájaros. Ella miraba las lápidas pensando quizá que tenía que haber aceptado cuando le propusieron dejar el pueblo y disfrutar con ellos del tóxico estruendo de una bocacalle de una bocacalle de Gran Vía. Adelantándome a sus pensamientos, le dije que aquí sí se podía respirar.

Mi abuela y yo, últimas hojas de nuestro bonsai familiar, fuimos entonces herederos de dos pisitos de ubicación muy apañada en la capital del reino. Convine pingües alquileres —la burbuja de la renta es algo maravilloso—, me disfracé de rural y me dediqué a cuidar y ser cuidado por la última rama que todavía se mantenía de nuestros apellidos.

Durante cinco años, en Reyes, me tocaba sacar la caja —tiré la bolsa cochambrosa— y recoger la iluminación que ella ponía.

—Vete preparándote para recoger también mis restos —decía, siempre tan clara.

Murió hace unos días: gripe mal curada, cabeza testaruda a juego con su marido, distancia al centro de salud menos lejano. Heredé una casa y unos zuecos, ambos vacíos como el pueblo. Ayer recogí mis bártulos, y al ver la caja en el desván no pude evitar iluminar la última Navidad del pueblo.

Hoy he visto una foto aérea de Madrid en diciembre. Me ha recordado al cementerio.